Estudio Bíblico: ¿Debe diezmar un cristiano?

Dr. José Luis Fortes
Dr. José Luis Fortes

Autor: Dr. José Luis Fortes Gutiérrez

 

 

De las formas de ofrendar a Dios en el A.T., el diezmo era la que trataba con más justicia y equidad a todos los oferentes, pues, al basarse éste en una cantidad proporcional a las entradas de cada uno (el diez por ciento), permitía que todos pudieran dar lo mismo entregando diferente cantidad. Quienes recibían mucho de Dios entregaban un diez por ciento, que era mucho, y, quienes recibían poco de Dios entregaban un diez por ciento, que era poco, pero en ambos casos ofrecían lo mismo al dar idéntico porcentaje de lo recibido por Dios. De esta manera nadie podía sentir que su ofrenda era de menor importancia o de inferior calidad a la de los demás. Dando el diezmo nadie daba ni más ni menos que otro.

 

Con todo, y a pesar de lo equitativo del sistema veterotestamentario, muchos cristianos cuestionan que después de la venida de Cristo se  deba dar el diezmo a Dios. Los argumentos de quienes dicen que dar el diezmo no es válido para los creyentes del Nuevo Testamento serían entre otros los siguientes:

 

1) No estamos bajo la ley sino bajo la gracia, el diezmo era de la ley.

2) Ni Jesús ni los apóstoles enseñaron en lugar alguno del N.T. que el cristiano deba dar el diezmo.

3) Los creyentes deben ofrendar libremente, según cada uno disponga en su corazón.

 

En primer lugar hay que destacar que el diezmo es anterior a la época de la ley mosaica, por tanto decir que el diezmo tiene su origen en la ley de Moisés es absolutamente falso. En la época patriarcal, 430 años antes de la ley de Moisés (Gá 3.17),  encontramos a Abraham dando “los diezmos de todo” a Melquisedec, sacerdote del Dios altísimo (Gn 14.20). Este diezmo fue dado voluntariamente del botín que obtuvo en la lucha para liberar a su sobrino Lot que había sido llevado cautivo por el rey Quedorlaomer  (Gn 14.16). El botín  obtenido en la victoria de una batalla era propiedad del vencedor (Nm 31.1-54) cf (1 Cr 21.24), no importaba cuál era su procedencia anterior, por lo tanto Abraham ofreció el diezmo de bienes que le pertenecían legítimamente (He 7.4), algo que el rey de Sodoma sabía perfectamente (Gn 14.21) y de lo que Abraham no quiso aprovecharse porque no quería riquezas procedentes de los paganos (Gn 14.22-23). Digo esto porque algunos suelen objetar a la entrega del diezmo por parte de Abraham diciendo que él diezmó de algo que no le pertenecía.  Pero si el botín no pertenecía a Abraham, no sólo no debió diezmar de él, sino que tampoco podía haber cogido del mismo para alimentar a los jóvenes y para dar una parte a quienes le ayudaron en la lucha, algo que hizo libremente (Gn 14.24).  Otro ejemplo de entrega voluntaria del diezmo en época patriarcal está en Jacob, nieto de Abraham. Este hace un pacto con Dios y en él se compromete en los siguientes términos: “de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti” (Gn 28.22). Algunos objetan que la actitud de Jacob no  era la adecuada y por tanto  quitan valor a su ofrecimiento, pero este tipo de juicio y especulación no se corresponde con la bendición que Dios daría posteriormente a Jacob (Gn 30.30-43). Algunos prefieren presentar a Jacob como un burdo egoísta interesado, con tal de negar que su ofrecimiento del diezmo fuera sincero, pero, el Dios que conoce los corazones… ¿bendeciría a alguien así?

 

En segundo lugar, desde la época de Moisés y hasta la venida del Mesías encontramos que la Ley incorpora el diezmo ya existente entre otras formas de dar, como las ofrendas, pero añadiéndole el hacerlo como una obligación ineludible: “indefectiblemente diezmaras” (Dt 14.22) cf (Lv 27.30,32) (Dt 12.6). La Ley de Moisés no introduce por tanto el diezmo, sino el darlo como obligación. Esto es lo único en relación con el diezmo que tiene que ver con la Ley. La razón estaba en que Dios quería que con los diezmos se proveyera “alimento para la casa de Dios” (Mal 3.10) en un momento en el que su pueblo había dado signos de permanente rebeldía y doblez de ánimo. Al establecerlo como una obligación Dios quería dejar claro que no es opcional que los creyentes colaboren para el mantenimiento de las cosas sagradas, de quienes sirven en ellas y de los menesterosos. No olvidemos que los diezmos proporcionaban el sustento para quienes servían  a Dios (Dt 12.11) (Nm 18.21,28) y para los desamparados  (Dt 26.12). Tal y como Dios estableció las cosas, no dar los diezmos suponía quedarse con algo ajeno, algo que le pertenecía a él: “¿Robará el hombre a Dios?  Pues vosotros me habéis robado.  Y dijisteis:   ¿En qué te hemos robado?  En vuestros diezmos y ofrendas” (Mal 3.8). Este pecado colocaba al trasgresor bajo la maldición de Dios: “Malditos sois con maldición,  porque vosotros,  la nación toda,  me habéis robado” (Mal 3.9). La maldición de Dios hacía que nadie pudiera disfrutar de aquello que había tomado de Dios. Tomar del fruto prohibido nunca hace bien a quien lo come. Por otra parte, Dios se comprometía con quienes entregaban el diezmo a derramar en ellos lluvias de bendiciones: Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa;  y probadme ahora en esto,  dice Jehová de los ejércitos,  si no os abriré las ventanas de los cielos,  y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Mal 3.10). Nunca faltaría nada a quien honrase a Dios con sus bienes (Pr 3.9-10). ¡Se podía hacer más con nueve partes y la bendición de Dios que con diez sin ella!

 

Antes hemos hablado de cuál pudo ser la actitud de Jacob al ofrecer sus diezmos a Dios, pues bien sabemos que la actitud del que ofrendaba en el A.T. debía ser correcta si quería agradar a Dios (Gn 4.4-5). Las ofrendas debían darse con fe (He 11.4); debían darse para Dios (Ex 25.2; 30.14; 35.24) y para sus cosas (2 Cr 31.14) (Neh 10.33); debían darse en santidad (Is 1.13) y en sacrificio (1 Cr 21.24). Debían darse voluntariamente (Ex 25.2; 35.21-22,29), con generosidad (Ex 35.5; 36.3-7) (2 Cr 31.5), con gozo (2 Cr 24.10) y con reconocimiento de que todo lo que tenemos viene de Dios y que de ello le damos (1 Cr 29.11-14). Debían darse para aprender a temer a Dios (Dt 14.23) (Sal 76.11; 96.8). Esta era la forma en que daban los verdaderos creyentes en el A.T. y no meramente por obligación.

 

En el N.T. encontramos que el diezmo seguía siendo una práctica habitual del pueblo de Dios. Pero algunos, como los fariseos, lo usaban juntamente con otras cosas como un medio para obtener prestigio religioso personal, de lo cual se jactaban en cuanto tenían oportunidad (Lc 18.12), al tiempo que olvidaban los aspectos morales y éticos de la Ley, es decir, se olvidaban de proceder con “justicia” y con “misericordia” (Mt 23.23a) cf (Jn 8.1-11). Con todo, cuando Jesús les reprende deja constancia tanto de su mal proceder como de su aprobación a la práctica del diezmo: “esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (Mt 23.23b). Años más tarde, el autor de la epístola a los Hebreos hablará del diezmo que  Abraham dio a Melquisedec destacando: “cuán grande era éste, a quien Abraham el patriarca dio diezmos del botín… aquel cuya genealogía no es contada de entre ellos, tomó de Abraham los diezmos” (He 7.4,6). La razón de ese énfasis está en que Melquisedec era figura y tipo de Cristo (He 7.1-17), con lo que Abraham el padre de todos los creyentes del N.T. (Gá 3.7) dio el diezmo de todo a la simiente del Pacto, esto es, al propio Cristo (Gá 3.14-16).

 

Obviamente  los creyentes del N.T. no tenemos la obligación de dar el diezmo porque el aspecto de “obligación” era de la Ley. En Cristo nada de lo establecido por la Ley nos obliga porque por él estamos libres de la ley al haber muerto para ella (Ro 7.6). Eso no significa que ahora podamos hacer lo que nos de la gana: “¿pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia?” (Ro 6.15). Las cosas reveladas en la Ley moral son para siempre (Dt 29.29). Debemos meditar en la Ley de Dios (Sal 1.2; 119.97) pues su justicia es eterna (Sal 119.142). Son los rebeldes y mentirosos los que no quieren oír la Ley de Dios (Isa 30.9). Los hijos de Dios creen en lo que ella dice (Hch 24.14). La Ley es santa, justa, buena y espiritual (Ro 7.12,14) y su fin es Cristo (Ro 10.4). Por tanto, aunque no tenemos la obligación de guardar la Ley hemos de mirar a ella y usarla legítimamente (1 Ti 1.8), nunca para justificarnos de nada (Gá 5.4), pero sí como referente de la justicia eterna de Dios a guardar desde la libertad cristiana (Stg 2.8-12).

 

Un cristiano obedece a Dios por amor, no por obligación (Jn 21.15-17). Cuando amamos a Dios y al prójimo nos encontramos guardando la Ley de Dios (Ro 13.8-10). Así pues un cristiano no da el diezmo ni hace ninguna otra cosa por obligación. Pero el diezmo es un referente desde el amor para darse a sí mismo y de lo propio a Dios (Lc 7.36-50) cf (2 Co 8.8-9,24). El diezmo nos recuerda que el principio de proporcionalidad sigue vigente (1 Co 16.1-2), como no podía ser menos al carácter justo de Dios que procura la igualdad de los suyos desde sus diferentes situaciones temporales (2 Co 8.14). Pero la actitud con la que hemos de dar a Dios para colaborar con sus cosas debe ser la de sentirnos privilegiados hasta el punto de rogar que nadie nos prive de hacerlo (2 Co 8.4). El diezmo debe ser para un creyente del N.T. un recordatorio de que si en el pasado un creyente bajo la Ley debía darlo por obligación, ahora, en Cristo, quien tiene el cumplimiento de todas las promesas salvíficas de Dios no puede dar por debajo de ese porcentaje. Hacerlo sería convertir el libertinaje la gracia de Dios que nos llama a ser “siervos de la justicia” (Ro 6.18). Los filipenses lo entendieron bien cuando desde su “profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad” dando “conforme a sus fuerzas y aún más allá de sus fuerzas” (2 Co 8.2-3). Esta actitud de entrega ilimitada jamás supondrá un perjuicio para quien ama a Dios pues Él ha prometido que quienes desde el amor y la fe “siembran generosamente, generosamente también segarán” (2 Co 9.6). El creyente del N.T. tiene el privilegio de poder hacer más  por su Señor y por su obra que un creyente del A.T. El creyente del A.T. daba el diezmo por obligación, el creyente del N.T. tiene el privilegio de dar por amor y generosidad. Tiene el privilegio de poner la altura del listón de su entrega al nivel que quiera. El creyente del N.T. puede dar cuánto desee, sin más límite que la altura de su amor a Dios, a su obra y al hermano en la fe (2 Co 9.7) cf (Mr 12.42-44). ¡Qué privilegio!